Unos estaban en mí
pero no eran huéspedes
ni inquilinos
(no porque, más bien,
eran el tejido del que estuve hecho)
y se fueron después derritiendo
al tiempo que llegaban otros
poco a poco, suavemente
como crecen los árboles
y ocuparon el sitio de los que partieron
y ahora ellos, de hecho, son yo
hasta que se disuelvan
y dejen mi espacio a otros que vendrán
a habitar en mí, a otrarme
tenuemente, despacio
como crecen los árboles
como crecen los hombres
y entonces esos otros
me serán.
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2 comments:
Concuerda en la idea con ese poema titulado "Para que yo me llame Ángel González". Pero en este caso va más allá en la línea de sucesión.
En esto, soy de la línea dura. Aunque los genes, la sangre, ciertas desavenencias con el mundo, nos retrotaigan a pasados lejanos y se extiendan (a lo mejor o lo peor) en un futuro distante, solo queda algo de nosotros mientras queda algo del recuerdo. En un hijo; quizá, desvaídamente, en un nieto. Y no hay más inmortalidad.
Tomémoslo por el lado bueno: es un descanso del brillo del azar.
Nán, no creo que un hijo sea, en modo alguno, la prolongación o continuación de sus progenitores. Un hijo es, totalmente, otra persona. Heredará genéticamente algunos rasgos de su padre y su madre, pero nada más.
Incluso si nos clonasen, el resultado de la clonación sería otra persona distinta, con su propia yoidad (al igual que ocurre con los hermanos gemelos).
Somos mortales y por tanto efímeros, transitorios. Hay que aceptarlo así, como aceptamos tantas cosas del fenómeno "vida": ese producto que no hemos diseñado. Lo demás es querer engañarse.
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