No es un
dictado,
señora
maestra,
ni es éste
mi cuaderno de escritura
ni estamos
ya en su clase de primaria.
Es mi
diario,
el libro de
mi vida.
Y si ahora
usted corrigiera y tachara en rojo
los errores,
los
equívocos
(como subrayaba
en esos dictados, con rotulador rojo, las faltas de ortografía
–lo que,
siendo con be, escribí yo con uve,
o las
haches que omití o indebidamente puse…-),
si ahora
usted corrigiera y subrayara
las
equivocaciones de mi vida,
¡qué cúmulo
de rayas y de enmiendas,
de subrayados
rojos en mi libro!
Cuántos
errores, señora maestra.
Y qué puedo
decir
más que
llegué al mundo sin saber ortografía;
que vine
sin saber,
vine
ignorante;
que nací inadvertido e iletrado.
que nací inadvertido e iletrado.
Y que luego,
cuando viví
e incurrí
en todos los errores que siguieron,
tampoco
nadie me había explicado
las bes,
uves y haches del camino.
Tampoco entonces
nadie me enseñó
a escribir
los dictados de la vida.